'La casa de cartón' muestra el acento poético del vanguardista Martín Adán, referencia latinoamericana de las nuevas corrientes del siglo XX y prosa exquisita e imaginativa.
Lucas Martín
La Opinión de Málaga
23.01.2010
Su estilo es el de un Artaud con fiebre, un Breton con posaderas de colono o un Jacques Vache después de la lectura de Paradiso o El Quijote. Martín Adán tenía el idioma de los inconformistas, de la palabra convertida en imágen.
A pesar de la preeminencia de autores vanguardistas e influyentes, la visión más extendida de la literatura hispanoamericana sigue poniendo el jalón en el 'boom' y en excepciones de dimensiones colosales como Rubén Darío, Sor Juana Inés de la Cruz o Borges. Más allá de las cruzadas individuales o levantiscas de la poesía, véase César Vallejo o los estridentes de México, los papeles oficiales condenan a un detestable vacío a la prosa de finales del XIX, acusada de colonial, estrenduosamente modernista, exótica, de damajuana y papagayo.
La miopía deja en los márgenes uno de los momentos más brillantes del castellano de ultramar, el de autores como Girondo, Macedonio Fernández, Artl, capaces, como decía el primero, de despojar al español de su apolillada levita. Las primeras decadas del pasado siglo vieron a algunos de los literatos más audaces del subcontinente, como Martín Adán, felizmente recuperado ahora con su novela experimental de juventud, 'La casa de cartón', editada por Barataria. Un libro que es un tratado de la renovación y el aliento fresco del talento americano, que sometió al idioma a unos usos de eco cervantino que en España, por la época, apenas tenían paralelo en Gómez de la Serna y, un poco, en Julio Camba.
Martín Adán se ganó la dieta y la fama de escritor ingenioso, irreverente, ácido, eternamente joven. Su libro evidencia como pocos lo que hicieron las vanguardias al amoldarse a las mejores frazadas del castellano. El volumen no es una novela al uso, sino un conjutno de textos en el que la palabra goza de autonomía y crea, a través de símbolos, de vehículos plásticos, un único conjunto apuesto y melancólico. Rafael de la Fuente, nombre real del aluvión peruano, no sabía construir frases sin convocar a la poesía. Su prosa, en estos tiempos de economía y limitación, es un auténtico imaginario de relieves, metáforas, juegos de percepción tan suntuosos como divertidos. Con eso, es suficiente. La novela está impelida por los aires de renovación de la época y se deja atrás la trama, se crece en la expresión en detrimento de la acción lineal y cotidiana, lo que en manos de Martín Adán no supone un defecto, sino un canto desesperado y una actitud de combate. Sin duda, el peruano no tiene nada que envidiarle a los 'terribles enfantes' del eterno Zurich.
Lucas Martín
La Opinión de Málaga
23.01.2010
Su estilo es el de un Artaud con fiebre, un Breton con posaderas de colono o un Jacques Vache después de la lectura de Paradiso o El Quijote. Martín Adán tenía el idioma de los inconformistas, de la palabra convertida en imágen.
A pesar de la preeminencia de autores vanguardistas e influyentes, la visión más extendida de la literatura hispanoamericana sigue poniendo el jalón en el 'boom' y en excepciones de dimensiones colosales como Rubén Darío, Sor Juana Inés de la Cruz o Borges. Más allá de las cruzadas individuales o levantiscas de la poesía, véase César Vallejo o los estridentes de México, los papeles oficiales condenan a un detestable vacío a la prosa de finales del XIX, acusada de colonial, estrenduosamente modernista, exótica, de damajuana y papagayo.
La miopía deja en los márgenes uno de los momentos más brillantes del castellano de ultramar, el de autores como Girondo, Macedonio Fernández, Artl, capaces, como decía el primero, de despojar al español de su apolillada levita. Las primeras decadas del pasado siglo vieron a algunos de los literatos más audaces del subcontinente, como Martín Adán, felizmente recuperado ahora con su novela experimental de juventud, 'La casa de cartón', editada por Barataria. Un libro que es un tratado de la renovación y el aliento fresco del talento americano, que sometió al idioma a unos usos de eco cervantino que en España, por la época, apenas tenían paralelo en Gómez de la Serna y, un poco, en Julio Camba.
Martín Adán se ganó la dieta y la fama de escritor ingenioso, irreverente, ácido, eternamente joven. Su libro evidencia como pocos lo que hicieron las vanguardias al amoldarse a las mejores frazadas del castellano. El volumen no es una novela al uso, sino un conjutno de textos en el que la palabra goza de autonomía y crea, a través de símbolos, de vehículos plásticos, un único conjunto apuesto y melancólico. Rafael de la Fuente, nombre real del aluvión peruano, no sabía construir frases sin convocar a la poesía. Su prosa, en estos tiempos de economía y limitación, es un auténtico imaginario de relieves, metáforas, juegos de percepción tan suntuosos como divertidos. Con eso, es suficiente. La novela está impelida por los aires de renovación de la época y se deja atrás la trama, se crece en la expresión en detrimento de la acción lineal y cotidiana, lo que en manos de Martín Adán no supone un defecto, sino un canto desesperado y una actitud de combate. Sin duda, el peruano no tiene nada que envidiarle a los 'terribles enfantes' del eterno Zurich.
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