02 mayo 2010

Condenados a escribir



El Mercurio
Santiago de Chile

Ignacio Echeverría

02/05/2010



Para una nueva promoción de escritores o de aspirantes a serlo, Bolaño tiene la virtud de investir la vocación literaria de una especie de romanticismo.


Una cadena de recomendaciones impulsada desde la blogósfera (pues no sé en Chile, pero en España la antorcha del entusiasmo literario la mantienen encendida los proliferantes blogs de jóvenes letraheridos) hizo que llegara a mis manos la novela Diario de las especies , de la joven escritora chilena Claudia Apablaza (1978). La novela acaba de ser publicada en España por la editorial Barataria, apenas dos años después de haber sido editada en Chile (Lanzallamas) y en México (Jus). No está de más advertir que la autora trabaja en la misma editorial Barataria, una de las más veteranas y consolidadas dentro de la cada vez más nutrida galaxia de pequeñas editoriales que, de un tiempo a esta parte, parecen estar surgiendo en España como setas y que constituyen uno de lo fenómenos más notables de estos tiempos tan agoreros para el mundo del libro.

Diario de las especies mimetiza la estructura de un blog, con su correspondiente foro de comentaristas, para plantear una reflexión coral sobre "la búsqueda de las formas de escribir una novela" y sobre los deslizamientos entre esa búsqueda y la de la propia biografía. Para plantear, también, la perplejidad y las contradicciones de quienes en la actualidad se asoman al campo literario con propósito no tanto de intervenir como de introducirse y participar en él.

Autorreferencialidad, metaliteratura, bibliomanía, mitofilia, wikipedismo... Tales son algunos de los rasgos que la novela de Apablaza comparte con otras escritas también por jóvenes más o menos treintañeros, que se sirven de su familiaridad con los nuevos soportes y tecnologías para ensayar a partir de allí propuestas narrativas que sin embargo sucumben, toda vez que les cabe hacerlo, a la atracción fatal del formato convencional del libro, a las redes editoriales, a las plantillas genéricas, a las retóricas preestablecidas.

Para esta nueva promoción de escritores o de aspirantes a serlo, Bolaño tiene la virtud de investir la vocación literaria de una especie de romanticismo, en la acepción más recalcitrante del término. Ofrece, por otro lado, el ejemplo real de un milagro mil veces soñado por todos: el tránsito casi súbito desde el lumpen literario a la gloria internacional. Y sugiere, además, una cierta visión de la literatura como hermandad de iniciados o de conspiradores, de rastreadores de autores secretos o escondidos.

Pero el modelo de escritura a seguir lo constituye Vila-Matas, "héroe de la metaliteratura", según se lo ve nombrado en más de un blog, y personaje cada vez más recurrente en muchas novelas que lo utilizan casi como santo y seña a partir del cual establecer sobrentendidos y complicidades, siempre con miras a identificarse como lectores especulares; es decir, como lectores que se observan a sí mismos leyendo y que derivan de esta contemplación un placer de naturaleza narcisista antes que lúdica.

En un libro publicado en Francia el año pasado pero recientemente aparecido en castellano, Nadie acabará con los libros (Lumen), dice Umberto Eco, en conversación con Juan-Claude Carrière, que "con internet hemos vuelto a la era alfabética". Y añade: "Si alguna vez pensamos que habíamos entrado en la civilización de las imágenes, pues bien, el ordenador nos ha vuelto a introducir en la Galaxia Gutenberg y todos se ven de nuevo obligados a leer".

Cabe derivar de esta observación, por lo demás muy palmaria, una explicación del renovado prestigio de la figura del lector y de su creciente fetichización. Y cabe derivar, a su vez, una explicación de la fascinación que, en lógica correspondencia, ejerce la figura del escritor. Pues, tanto como a leer, internet obliga a escribir, y del hábito de hacerlo se desprende espontáneamente el placer de hacerlo; un placer ligado, por lo demás, al de ser leído, experiencia esta última que antaño, con la escritura epistolar, se limitaba a un número muy restringido de interlocutores, pero que internet permite que se multiplique, potenciando la labilidad entre escritura privada y escritura pública, y propiciando de este modo la fantasía de instituirse uno mismo en escritor público.

Tiene interés considerar si la ya mencionada proliferación -al menos en España- de pequeñas editoriales no constituye, en definitiva, y puestos a cerrar el círculo, una consecuencia lógica de la necesidad, por parte de los propios interesados, de dar curso a dicha fantasía, generando los cauces para hacerla realidad. El abarrotado mapa de microeditoriales sustentadas en su mayor parte en la autoexplotación de sus impulsores, habla de un intento de emancipación, por parte de los nuevos lectores y de los nuevos escritores, de las servidumbres de paso que impone la industria editorial (un asunto que trata también la novela de Apablaza). Pero conviene no equivocarse en la interpretación de este dato: lo que subyace a este movimiento de emancipación no es, en la mayoría de los casos, una verdadera propuesta de alteridad, sino más bien la búsqueda de un atajo mediante el cual llegar antes adonde se aspira a figurar: el viejo sistema de las letras, en el que, vaya por dónde, unos y otros buscan brillar y ser canonizados.


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