Es difícil pensar en una evolución cualitativa del sexo. A diferencia de otras experiencias lineales —en consonancia con un acervo cultural que premia la acumulación de capitales, ya sean de tipo intelectual, económico, simbólico, etcétera—, la metáfora que rige el sexo y las relaciones amorosas no es el vector sino el loop: el sexo viola ese código de lo novedoso determinante en la modernidad y en su expresión amplificada en nuestros días. El cuadro sintomatológico —físico y emocional— presente en la conducta de los amantes está condenado a repetirse: «Un día le dije que tal vez buscábamos a un solo hombre con muchos rostros [...] puesto que no podemos poseer a una sola persona completamente, optamos por la multiplicidad», formula una de las narradoras de Erótika. Sabemos que el sexo es un catálogo de lugares comunes en gran parte mediados por el discurso audiovisual, y que la persecución de la perversión inédita tiene naturaleza de intento frustrado. Luego su carácter previsible, en desacuerdo con lo que la recepción suele exigir a una expresión artística, justifica de largo un panorama poco favorable, razonablemente escéptico hacia la literatura erótica. No obstante, avalada por una cuidadísima y arriesgada edición de Barataria, que incorpora fotografías de Ana Moreno Meyer, de Souza ejerce como desfibrilador que pone a funcionar de nuevo el miocardio de su platea. Veamos.
A pesar de que la intención germinal de la autora descansa en la normalización del deseo y el análisis de la identidad femenina, lo cierto es que la importancia sobresaliente del texto que de Souza propone reside paralelamente en el tránsito que tiene lugar de la familiaridad de semejantes y prototípicas «escenas de la vida sexual», a la neurosis: el desarreglo emocional cuya proximidad sobrevuela violento, siempre al acecho en la época posmoderna. Y de vueltas con la imagen del bucle, figura como tema —desasosegante— la insatisfacción de los personajes en un sentido circular: Primero, una imposibilidad patente para evitar el heraclitismo de las emociones; el individuo que, alcanzada la comunión con el sujeto de deseo erótico, aspira en balde a satisfacer su deseo de ser amado: la confirmación transcendental de ese primer orgasmo sin que los deseos del otro le correspondan. Después, ese otro individuo que, participante en el autismo de la pareja —«forzado a multiplicar las repeticiones onanistas y las reiteraciones solipsistas del animal enjaulado», diría Michel Onfray—, ansía ser libre. O como enuncia en “El otro”: «siempre he estado muy dividida entre mis ganas de ser independiente y mi necesidad de afecto, pero ¿es siempre necesaria esa división?»
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