11 junio 2009

Un paseante en Nueva York de Alfred Kazin


Aquel verano conseguí mi primer trabajo estable. Llevaba una bolsa de lona azul donde guardaba un libro para leer y recorría las calles del centro de Brooklyn bajo un sol abrasador recogiendo muestras para analizar de las farmacias y llevarlas a un laboratorio de la avenida Nostrand. Entre farmacia y farmacia había algunos parquecitos donde me detenía con frecuencia para leer. Recuerdo aquel tenue olor, que me recordaba a los cacahuetes rancios, impregnaba la cubierta azul del David Copperfield que siempre leía cuando trabajaba. Recuerdo también que, en ocasiones, cuando me distraía leyendo y me pasaba de estación, no me alcanzaba el dinero que el jefe me había dado para el metro y tenía que hacer a pie el resto del camino. Sin embargo, bajo aquel intenso calor, con la compañía del tintineo de los frascos envueltos en bolsas de papel de estraza y del tenue olor a cacahuetes que se colaba hasta en las grietas del asfalto, me entregaba a aquellas calles, me dejaba ir, absorber por aquel ambiente.
El intenso silencio y el calor que desprendían aquellas calles en verano eran los causantes de mi euforia. Cuando guardaba con sentido de culpabilidad el David Copperfield en la bolsa de lona,
echaba a correr pensando en el tiempo que había perdido y en lo que me diría mi jefe. Sin embargo, al rato acusaba el silencio veraniego que me daba de pleno en la cabeza, seccionándome y dividiéndome, como si solo la parte frontal de mi rostro fuese la que corría en busca de la siguiente farmacia que tenía apuntada en la lista, mientras mi espalda trataba de rezagarse por el camino. Al momento ya no debía ir a ningún sitio y tenía toda la tarde para pasear a mis anchas. Mi verano había llegado; mi tiempo había llegado por fin. Detrás de cada toldo de cada nueva farmacia reinaba una atmósfera impregnada de antisépticos, alcanfor y agua de colonia que se filtraba desde de los frascos del mostrador, desde el rostro bondadoso del tónico Father John, del tintineo de una cucharilla al chocar contra la tapadera de la fuente de soda, del burbujeo del agua de soda que brotaba de las espitas, de la rígida dignidad americana y de las chaquetas almidonadas de aquellos nuevos gentiles farmacéuticos. El interior de las farmacias, aquellas tardes de verano, parecía sellado herméticamente. Cuando dejaba atrás la cegadora luz exterior para entrar en una de ellas, me parecía nadar entre los juncos del fondo de un lago con los ojos bien abiertos.
Aquel día de calor, de interminable calor, paseaba por la avenida Gates cuando me di cuenta de que habían desplegado los toldos incluso encima de la estación El. Oí el borboteo del agua de una fuente en el patio de una escuela que había al otro lado de la calle; en uno de los laterales de aquel bloque había árboles alineados. ¡Qué calor no haría aquella tarde que ni el polvo se arremolinaba sobre las hojas de aquellos árboles! El asfalto ardía de tal manera que tuve que pasar por debajo de los toldos de las fruterías para poder respirar un aire menos ardiente y oler de los tallos frescos de apio colocados sobre los quioscos, el aroma del café en grano y los bizcochos que se horneaban en el interior. Cuando salí de nuevo al sol, cada mota de mica brillaba en el asfalto. De vez en cuando, aquellas calurosas calles se veían sacudidas por el estruendo seco y distante que procedía de la estación El. ¡Qué calor hacía aquella tarde! ¡Qué calor y qué silencio! Al bajar por aquella solitaria acera de la avenida Gates, todo se movía con tal lentitud que podía llegar a contar las gotas de sudor que mojaban el labio superior de una chica, los latidos de mi corazón retumbando en mis oídos desde el extremo de un largo pasillo cuando ella pasaba por mi lado, la agitación de sus pechos bajo la blusa, aquella blusa que brillaba al sol como una segunda capa de piel. Todo lo que me rodeaba, la ciudad entera, parecía dormitar. Había tan pocos paseantes que me parecía que los toldos de las tiendas se recogían al verme, extrañados y esquivos; me sentí más solo que nunca al pasar por aquella calle que tantas veces había recorrido dejando un rastro: siempre se me vertía el líquido de algún frasco mal cerrado.
Y entonces pasaba. Andando por aquella calle, no parecía haber otra cosa que yo con mi bolsa, el ardiente calor, la quietud del verano y el silencio que atravesaba para abrirme camino. Sin embargo, aquella sombra larga era yo, la música que sonaba en mi cabeza era yo, el enorme e indescriptible júbilo era yo. Me sentía tan feliz que no puedo decir qué sentía aparte del intenso calor. El sudor brotaba de cada poro de mi piel, refrescándome. Yo era yo, yo y yo; y, además, era verano.

ATENCIÓN: QUIEN COLOQUE ALGÚN OBSTÁCULO ANTE ESTA VERJA SERÁ MULTADO CON LA SUMA DE DIEZ DÓLARES. Cuando me sentaba en la escalera de incendios después de trabajar, el cielo se convertía en el espejo del libro que tenía en la mano. Podría haberle mostrado aquellas páginas a los tejados y haberlas leído de nuevo en las nubes que se deslizaban por encima de mi cabeza. Desde aquel lugar privado, todo lo que veía parecía salirse de su espacio y acercarse hasta mí como una sola línea de palabras que ardía a través de la página. Las cinco y media de un día de verano –a mi espalda puedo oler cómo vierten la sopa de verduras en la sopera–; esa hora que en pleno otoño nos dice que la escuela comenzará de nuevo y que en pleno invierno es tan oscura; ahora, en cambio, reluce tan intensamente que puede respirarse, y aspirar con ella el polvilllo ferruginoso que desprende el aviso colgado en la escalera de incendios. ATENCIÓN: QUIEN COLOQUE ALGÚN OBSTÁCULO ANTE ESTA VERJA SERÁ MULTADO CON LA SUMA DE DIEZ DÓLARES.

¡Mira qué luz hay! No importa que se te queme el culo en los alféizares de piedra de las ventanas, ni que el sol sea tan ardiente que te abrase las plantas de los pies cuando pisas las planchas de hierro, ni que cuando te levantas para estirar las piernas llegues incluso a marearte y caerte por esa escalera que lleva a la calle. No importa, porque una simple frase escrita en inglés te transporta lentamente, y lentamente te arrastra hasta esa página que, cuando finaliza, te obliga a detenerte para respirar y dejar la mirada perdida. El placer es tan intenso que se hace casi insoportable.

1 comentario:

elena dijo...

Hermoso texto.

Saludos