El gran puente
Leonardo Valencia
Decía Lezama Lima que a un gran puente no se le ve, acaso porque cuando caminamos por ellos no divisamos sus bordes perdidos entre la bruma. La imagen del poeta cubano siempre me resultó estimulante para abrir la perspectiva sobre la rígida idea de las raíces identitarias, que da por supuesto el suelo que se pisa y que, más bien, es un puente. Visto así, hasta las raíces me interesarían por ser nómadas, si no fuera porque las únicas raíces que me interesan son las etimológicas y las que cultivo en las macetas de mi balcón. Por su grosor y su asma y su monumental talento, Lezama Lima necesitaba grandes espacios abiertos a la imaginación, aunque los espacios apenas los tuvo, reducido al abandondo y la desidia de un rinconcito tolerado a duras penas por el gobierno de Fidel Castro, que destrozaba a sus mayores talentos convirtiéndolos en burócratas culturales o empujándolos al exilio.
Pero por ahora no voy a hablar de política, ya lo hacen muy bien los columnistas de estas páginas, y hay tantas izquierdas buenas que no vale la pena desgastarse en la mediocre o simulada como la que va quedando en el gobierno actual. Hablaré de puentes. No grandes como los de Lezama, que esos son suyos, sino de otros, tan chiquitos que tampoco se los alcanza a ver y que más bien parecen cuerdas tensadas sobre el abismo. O como quería Kafka: colocadas a ras del suelo para hacernos tropezar.
Una editorial pequeña y arriesgada siempre tiene el deber de hacernos tropezar. Aunque más preciso sería decir que nos sacuda para mirar bien por donde caminamos con lo que leemos. Pienso ahora en la editorial española Barataria, que vale tanto como la ínsula que Don Quijote le prometió a Sancho Panza, y que es una ilusión para seguir con la aventura, en este caso, de la escritura. El asunto es que editorial Barataria, combativa como ella sola con la cantidad de autores italianos progresistas que ha publicado como Fenoglio, Tondelli o Meneghello, ahora hace otra apuesta: la colección “Humo hacia el sur”, dirigida por la escritora chilena Claudia Apablaza. Y lo que nos cuenta esta colección son las señales de humo que se emiten desde América Latina que ahora pueden circular en España.
Acaban de publicar La casa de cartón, del peruano Martín Adán; Un año, de Juan Emar; Los papeles de recienvenido de Macedonio Fernández, y en breve volverán a editar a Pablo Palacio y a tantos autores más de las vanguardias latinoamericanas que, no hay que sorprenderse, no habían sido publicados en España. Por cierto, España no puede publicarlo todo. Cada vez se reduce a ser un país más entre los tantos en los que se habla y publica en español, pero es cierto que todavía sigue siendo el país que ayuda a tender hilos editoriales en medio del marasmo latinoamericano de no ponernos de acuerdo para liberar fronteras e impuestos sobre los libros. Y es por aquí donde los lectores ganan releyendo o descubriendo a toda una vanguardia que amplió el puente de la lengua, tan grande, tan vasto, que nunca se lo termina de recorrer.
Pero por ahora no voy a hablar de política, ya lo hacen muy bien los columnistas de estas páginas, y hay tantas izquierdas buenas que no vale la pena desgastarse en la mediocre o simulada como la que va quedando en el gobierno actual. Hablaré de puentes. No grandes como los de Lezama, que esos son suyos, sino de otros, tan chiquitos que tampoco se los alcanza a ver y que más bien parecen cuerdas tensadas sobre el abismo. O como quería Kafka: colocadas a ras del suelo para hacernos tropezar.
Una editorial pequeña y arriesgada siempre tiene el deber de hacernos tropezar. Aunque más preciso sería decir que nos sacuda para mirar bien por donde caminamos con lo que leemos. Pienso ahora en la editorial española Barataria, que vale tanto como la ínsula que Don Quijote le prometió a Sancho Panza, y que es una ilusión para seguir con la aventura, en este caso, de la escritura. El asunto es que editorial Barataria, combativa como ella sola con la cantidad de autores italianos progresistas que ha publicado como Fenoglio, Tondelli o Meneghello, ahora hace otra apuesta: la colección “Humo hacia el sur”, dirigida por la escritora chilena Claudia Apablaza. Y lo que nos cuenta esta colección son las señales de humo que se emiten desde América Latina que ahora pueden circular en España.
Acaban de publicar La casa de cartón, del peruano Martín Adán; Un año, de Juan Emar; Los papeles de recienvenido de Macedonio Fernández, y en breve volverán a editar a Pablo Palacio y a tantos autores más de las vanguardias latinoamericanas que, no hay que sorprenderse, no habían sido publicados en España. Por cierto, España no puede publicarlo todo. Cada vez se reduce a ser un país más entre los tantos en los que se habla y publica en español, pero es cierto que todavía sigue siendo el país que ayuda a tender hilos editoriales en medio del marasmo latinoamericano de no ponernos de acuerdo para liberar fronteras e impuestos sobre los libros. Y es por aquí donde los lectores ganan releyendo o descubriendo a toda una vanguardia que amplió el puente de la lengua, tan grande, tan vasto, que nunca se lo termina de recorrer.
El Universo
Guayaquil - Ecuador
19/01/2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario