18 octubre 2010

La tradición de la ruptura




Juan Emar, Martín Adán, Macedonio Fernández y César Vallejo integraron las vanguardias iberoamericanas. Las editoriales españolas apuestan por rescatar sus obras.

Quizás haya algo paradójico en el hecho de que los autores rupturistas de las vanguardias latinoamericanas hayan sido incorporados con tanta facilidad al canon cuyos criterios de valor despreciaban y cuya existencia misma les resultaba inconcebible; que escritores como Juan Emar, César Vallejo, Pablo Palacio o Martín Adán sean leídos actualmente como miembros destacados de una tradición rupturista o antitradicional y que esta tradición ocupe un lugar central en la literatura latinoamericana habla de cambios en los valores que determinan la incorporación al canon pero también de la riqueza y solidez de una literatura que ha podido incorporar a aquellos que procuraron socavarla. Una serie de rescates por parte de editoriales españolas devuelve actualidad a esa literatura. Dos de estas obras, Un año, de Juan Emar (1935), y La casa de cartón, de Martín Adán (1928), fueron publicadas ya en 2009 por Barataria.


LA CHARCA CORROMPIDA. Un año, de Juan Emar (pseudónimo de Álvaro Yáñez Bianchi, 1863-1964), es el relato de un año de la vida de su autor realizado a través de un diario cuyos sucesos absurdos ponen en cuestión la salud y la unidad de la conciencia del sujeto que narra, situaciones extraordinarias que son contadas como si no lo fueran, lo que ha llevado a que algunos críticos comparasen al escritor chileno con Kafka. César Aira, quizás quien más le debe, lo comparó a su vez con Rousell y Gombrowicz y describió su obra como «un surrealismo mecanicista y maniático», muy diferente del malditismo y al decadentismo de La casa de cartón (1928), del peruano Martín Adán (pseudónimo de Rafael de la Fuente Benavides, 1908-1985). La historia de La casa de cartón es la de cómo se constituye una mirada en las largas tardes indolentes en el balneario limeño de Barranco. Martín Adán escribió que «la vida no es un río que corre: la vida es una charca que se corrompe», y no es improbable que otro de los autores recuperados recientemente, el peruano César Vallejo (18921938), pensase igual en su celda unos años antes. Durante una breve visita a su localidad natal, en 1920, se vio envuelto en unos disturbios que le acarrearon una condena a ciento veinte días de cárcel. Vallejo hablaría de esa experiencia en su extraordinario Trilce (1922), pero antes utilizaría los días en la cárcel para escribir los relatos de Escalas melografiadas (1923), publicados por Barataria. Dos de ellos, «Los caynas» y «Mirtho», están entre los mejores cuentos fantásticos escritos en América Latina.

LA VIDA DIFÍCIL. La narrativa más reciente comparte con el vanguardismo de autores como Vallejo, Adán y Emar una autoconciencia cuya consecuencia más evidente es la afirmación implícita de que todo es lenguaje. En los cuentos de Un hombre muerto a puntapiés y relatos dispersos (1921-1930) (Veintisiete Letras), la narrativa parece escapar continuamente del control del narrador. A menudo, el escritor ecuatoriano parece olvidar qué desea contar y se abandona a la pura invención lingüística, al retruécano ingenioso y a la reflexión irónica sobre la propia escritura. Allí donde consigue controlar al menos parcialmente su imaginación verbal, el resultado es extraordinario y está entre lo mejor de la vanguardia latinoamericana, de la que Pablo Palacio (1906-1947) es un miembro marginal pero imprescindible. Ni él ni ninguno de los otros escritores tuvo una vida simple: Palacio murió en un psiquiátrico a los cuarenta y un años; Adán se recluyó en un sanatorio en 1960 a consecuencia de su alcoholismo y no volvió a salir de allí hasta su muerte, veinticinco años después; Emar jamás vio editada en vida su monumental novela (cuatro mil páginas) Umbral, publicada en su totalidad tan sólo treinta y dos años después de la muerte de su autor. Ninguno de ellos supera sin embargo a Horacio Quiroga (1878-1937): su padre murió en un accidente de caza, su padrastro se suicidó, dos de sus hermanos murieron de tifus, su mejor amigo murió cuando Quiroga le disparó por accidente, su primera mujer se suicidó después de una fuerte discusión matrimonial y la segunda lo abandonó. Ninguna de estas tragedias es mencionada en las trescientas ochenta cartas que conforman Quiroga íntimo (Páginas de Espuma). Resultan fascinantes por lo que dicen pero también por los hechos que callan, uno de los cuales es la determinación del suicidio, que cometió poco después de echar la última de estas cartas. La publicación de su correspondencia se completa con la del diario que llevó durante su viaje a París de marzo y junio de 1900. Unos años después de regresar de París, trabó contacto con Macedonio Fernández (1874-1952). Macedonio fue un autor excéntrico y genial; la publicación por parte de Barataria de sus Papeles de Recienvenido y Continuación de la Nada con prólogo de Gómez de la Serna y epílogo de Borges es la que más pone al lector español ante las puertas de una revelación. El escritor argentino produjo una literatura provisional y desmadejada resultado de un recelo radical por la forma escrita. Su gran novela, Museo de la Novela de la Eterna, fue escrita, reescrita, anunciada, postergada y publicada fragmentariamente entre 1904 y 1952 hasta su publicación definitiva en 1967; en ese período tuvieron lugar varios movimientos literarios, incluyendo toda la vanguardia, y dos guerras mundiales, pero Macedonio continuó interesado en dinamitar las convenciones de la novela realista permitiendo la entrada en la literatura argentina de lo paradójico, lo insólito y lo poco convencional. Sin su obra las de Borges, Cortázar y Piglia no hubieran sido posibles.

LA FUENTE INAGOTABLE. Macedonio Fernández se anticipó a su tiempo al plantear cuestiones como la de la obra abierta y la intertextualidad y la concepción del lector como productor de sentido, sobre los que escribirían más tarde Kristeva, Barthes, Derrida y otros. Una plausible explicación de su rescate se encuentra en esa precocidad y en la actualidad de las obras recuperadas. Una explicación alternativa se deriva del hecho de que la ruptura producida por estas obras genera la simpatía de editoriales cuyo carácter y programa alternativos les llevan a interesarse por obras situadas fuera del campo de lo establecido. Otra explicación plausible radica en el hecho de que, al menos aparentemente, la popularidad de los epígonos ha preparado a un cierto tipo de lector para el consumo de obras mucho más radicales que las que son escritas en el presente: una última explicación es que quizás la tradición rupturista es, con excepciones, mucho más interesante y posee mayor calidad que la literatura latinoamericana producida en nuestros días. En el caso de que esto último sea cierto, como todo parece indicarlo, podemos felicitarnos: aún nos queda por leer a Jorge Cuesta, Leopoldo Marechal, Xul Solar, Gilberto Owen, Norah Borges, Arqueles Vela, Santiago Dabove, Hefrén Hernández, Vicente Huidobro, Felisberto Hernández y muchos otros. Todos ellos surgen de una fuente que parece inagotable.

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