Sra. Castro
25/05/2011
En 1893 Vladímir Korolenko viajó a Estados Unidos para visitar la Exposición Universal de Chicago; dos años más tarde finalizaría la novela breve Sin lengua, en la que recoge las penurias de los emigrados rusos a Norteamérica.
El título de la novela ya es una declaración de intenciones: gran parte de la misma presenta, a través de las aventuras de su protagonista, la barrera lingüística que se alzaba entre los emigrantes y los americanos. Aunque, evidentemente, la lengua representa sólo la superficie de una barrera cultural que incluye las relaciones sociales, las costumbres o el vestido.
Korolenko se sirve de un personaje entrañable, Matvéi Lozinski al que acompañamos en su viaje a América desde su pequeña aldea natal en Rusia. La falta de futuro de los campesinos de la localidad les empuja a labrarse un destino allá donde creen que pueden encontrarlo, por eso Matvéi Lozinski se embarca rumbo a Nueva York siguiendo los pasos de su hermana, que ha acudido a Estados Unidos a reunirse con su esposo.
El embarque en Hamburgo es la primera muestra de las dificultades que le aguardan: Matvéi y su amigo Iván, que le acompaña en el viaje, empezarán a comprender que, sin lengua, no pueden valerse por sí mismos. Tras el largo viaje, la llegada a Nueva York provoca un enorme desencanto: la tierra de promisión resulta demasiado inhóspita. La enorme ciudad sorprende a los emigrantes con su cara poco amable: el ruido, la prisa, las enormes distancias causan estupor en Matvéi que esperaba encontrarse con la América rural donde sus conocimientos de campesino le permitieran abrirse un hueco.
Como contrapunto a la ingenua falta de capacidad de adaptación de Matvéi, sitúa Korolenko a Iván. Éste aprende rápidamente el suficiente inglés para hacerse entender, pero además renuncia sin aparente nostalgia a su indumentaria rusa para mimetizarse con los neoyorquinos. Por el contrario, el intento de mantener sus señas de identidad le traerán sin embargo numerosos sinsabores a Matvéi.
A la par que da cuenta de la confrontación entre el emigrante y la ciudad, Korolenko pinta un retrato de la Nueva York finisecular: las luchas obreras del momento dan su pincelada a la novela, pero también se dibuja la anatomía de una urbe moderna que no podía menos que asustar y maravillar a los recién llegados de las aldeas europeas. Los enormes edificios, los trenes elevados, el asfalto, los puentes son percibidos como un terreno hostil que no está hecho a la medida del hombre.
A Matvéi Lozinski le costará encontrar su lugar en la nueva tierra. Conmueve su sentimiento de desubicación, su rebeldía a la hora de abandonar sus rasgos de identidad, sus intentos por comprender una sociedad que se rige por unos patrones extraños para él, su nostalgia de la naturaleza que ha sido el paisaje de toda su vida. Y en general, el terrible sentimiento de no pertenencia que le hace volar con la imaginación al otro lado del mar, donde quedaron su tierra, su aldea, su lengua.
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