Jordi Corominas Julián
30/08/2011
Las fronteras siempre han sido demasiado dañinas. Sin embargo sirven para entender el progreso de determinadas sociedades. El mundo no se para, es circular y reparte suerte y coincidencias en todos sus hemisferios. Mientras leía La mampara de la chilena Marta Brunet imaginaba la historia del joven Alberto Moravia paseando por Roma aquel lejano día de octubre de 1922 en que los fascistas iniciaron veinte años de negritud para el país transalpino. Un septenio más tarde el pequeño gran Pincherle sorprendió a propios y extraños con Gli indifferenti, ópera prima que tras sortear la censura marcó un antes y un después que en mi opinión aún no valoramos en su justa medida. Su demoledor retrato de la burguesía se movía por un clima ultradecadente donde la ciudad parecía congelada en un magma infinito del que no se podía escapar. El movimiento existía, pero las cosas permanecían inmóviles por el orden de una clase social demasiado arraigada a unos banales privilegios de los que nunca ha querido desprenderse. La crítica, maquillada en una historia de amoríos y posesiones, de ese sopor supuso un azote al régimen de Mussolini y exhibió unas constantes que acompañarían el resto de la trayectoria del escritor romano.
El ingrediente que excitó mi pensamiento comparativo entre Chile e Italia se debe a una característica compartida de la obra que motiva esta reseña con la que inauguró la singladura del autor de Il disprezzo. En ambas el núcleo central de la narración se configura a través de una familia huérfana del patriarca que ha posibilitado un pomposo estilo de vida, lo que implica una lucha por la supervivencia y mantener la apariencia de un estatus. En ambas hay una madre y dos retoños, que en La mampara son féminas. La única diferencia de peso en el armazón de personajes es que Brunet elige una aparición masculina menos peligrosa que el Leo de Moravia, pues coincidirán conmigo en que es más saludable el antiguo propietario de la casa que un amante con ambiciones inmobiliarias. El susto, la traca, espera en otra residencia, porque en el siglo XX una trama burguesa sin dudas de sensualidad y seducción quedaba coja.
Las casualidades mencionadas no son tales, sino que simplemente articulan contextos diferentes en sociedades que transitan por carreteras de diversas velocidades. El volumen que presenta Barataria en España fue editado en Buenos Aires allá por el lejano 1946, cuando su autora ya llevaba más de dos decenios sorprendiendo con una prosa atrevida, sumamente rítmica y muy moderna por los temas tratados, en los que privilegiaba una psicología de la mujer insólita para su época.
Vayamos al meollo. La muerte de su marido ha dejado a la madre de Ignacia Teresa y Carmen desconsolada y con la misión de cargar con el duro de peso de cambiar un rumbo de opulencia. Su experiencia le permite adaptarse al nuevo contexto. Renuncia a la mayoría de lujos y sólo se aferra a la mansión de siempre por amor, recuerdo o mera subsistencia. Ignacia Teresa es su mejor aliada. Trabaja en una empresa que la sume en la normalidad y cumple sus deberes de hija ejemplar, modesta y consciente del infortunio, rasgo que la aleja de Carmen, empeñada en soñar con una permanencia del esplendor pasado que simboliza su apego al teléfono como objeto de prestigio y contacto con una realidad de rompe y rasga. La chica, guapa y con clase, acude a fiestas galantes, se queja y pulsa con tenacidad un inexistente acelerador para no marchitar la flor de su condición, pues ella no ha nacido para ganar dinero con el sudor de su frente, está destinada a lo exclusivo, sea lo que sea, cueste lo que cueste.
La novela, estructurada en capítulos que por su duración crean una especie de tobogán de emociones, atiende con precisión el devenir de las tres protagonistas. La madre es la guardiana que cuida de cuatro paredes y pretende lo mismo con sus dos niñas. La luz que brilla en la noche es su padecer en la imposibilidad del control. Ignacia Teresa, más presente en el primer tramo, desaparece tras la parte más brillante, puro arte donde en pocas páginas se condensa una poética de lo cotidiano de muy altos vuelos.
“Desde pequeña asocia ideas, busca símiles, piensa en imágenes. No es que le guste, porque eso indicaría preferencias y en ella esto es algo tan innato, como lo es tener los ojos azul oscuro, de uva, que parecen negros y que de pronto se observa que no lo son”.
Estas pocas líneas viran hacia una introspección absoluta de la mujer que se funde con el paisaje urbano porque tiene hambre y busca saciarla. Su apetito es culinario y vital, pues quien escribe supone que Ignacia Teresa es un alter ego de la narradora. Entra a un bar, duda y sigue el consejo del camarero. La escena que sigue, con sus manos y las de un inmigrante español queriendo entrelazarse, son una metáfora de la soledad y la ausencia de dos mundos que no volverán.
Si La mampara fuera una película imaginaríamos un fundido en negro. De repente saltaríamos a estancias nobles con jóvenes ávidos de una diversión que se presume, por poses y composición de la imagen que el texto forma en nuestra cabeza, más bien aburrida. Es el discreto encanto de la burguesía hundida en sus propias heces. Ignacia Teresa es clara, diáfana, por eso no ocupa mucho espacio. Carmen es complicada y confusa. Sus aventuras copan el final en una lágrima sostenida que abraza cuerpos en el baile, bebe whisky y se pavonea desde su inferioridad, que es temor a que un día se vierta la última gota de opulencia y aparezca su particular cenicienta.
La contraposición entre ambas hermanas vertebra un discurso basado en la aceptación de una metamorfosis en la que ganar no es quimérico. La asunción de la pérdida es la clave que apaciguará el dolor y engendrará otros horizontes en un canto a la capacidad de lo humano para sobreponerse a las adversidades y tumbarlas con capacidad de adaptación.
Celebramos la publicación de La mampara y deseamos que lleguen a nuestras manos más libros de Marta Brunet en la colección “Humo hacia el sur”, recuperadora de las vanguardias del Novecientos del otro lado del charco y titulada cómo una novela de la autora chilena. Lo anhelamos desde unas coordenadas de recuperación de un legado que sirve sobremanera en la actualidad, pues sin lo pretérito, sin lo clásico que es moderno a rabiar, no seremos capaces de lograr una literatura que no sólo sea fast food y voracidad de mercado, sino que innove, apueste por el riesgo y no olvide que lo que muestra el retrovisor es fuente de aprendizaje con sólidos cimientos, útiles para el presente, armas de calidad que den al viaje libresco fuegos nada artificiales.
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