09 junio 2011

Del libro a la pantalla: «Un paria de las Islas»

Cine Archivo
Christian Aguilera
09/06/2011


Tan sólo había transcurrido un año desde la edición de su primera novela, La locura de Almayer (1895), cuando vio la luz la segunda de las obras de ficción de Joseph Conrad (1857-1924), Un paria de las islas (1896). Un tiempo relativamente corto que podría hacer pensar en la celeridad de Conrad por dar rienda suelta su vena de narrador, pero este juicio apriorístico queda desmentido por él mismo en la suerte de prefacio o introducción que acompaña la presente edición. Éste «culpabiliza» a su editor, Edward Garnett, por impelirle a escribir The Outcast of the Islands en un tiempo en que Conrad se encontraba en una «encrucijada» de orden personal (su voluntad por hacer de la navegación su modus vivendi) que finalmente resolvería a favor de la escritura, a la que se encomendaría a lo largo de una treintena de años. Tiempo que dedicó a moldear, a perfeccionar un lenguaje «difícil» de exportar, que trabaja desde el «interior» de los personajes. Si bien es cierto que aún faltaban por llegar las obras que le distinguirían como uno de los aventajados prosistas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX —Los duelistas, La línea de la sombra, El corazón de las tinieblas, Lord Jim—, en Un paria de las islas esa forma de articular sus escritos sobre la base de monólogos interiores, multiplicidad de puntos de vista narrativos y constantes saltos en el tiempo ya estaba en primer plano.
Se ha señalado que Joseph Conrad podría ser una especie de pionero en relación a la introducción de lo que hoy en día se denomina «modernismo literario». Pero por encima de estas valoraciones que tienen un poso de verdad, Conrad se sitúa como un punto de unión entre la literatura romántica servida por sus contemporáneos y algunos de sus antecesores, y los primeros escritores del siglo XX preocupados en refundir historias de un marcado cariz psicológico —en una época donde la influencia de Freud y sus acólitos de dejaba sentir en distintas disciplinas artísticas (pintura, cine, teatro y, cómo no, literatura, entre otras)— con una prospección en extremo realista. Algunos de los que se refieren con cierta displicencia a autores del sesgo de popularidad de Stephen King, quien cultiva el concepto de «literatura torrencial» —por su afán de recrearse en los más nimios detalles, dedicando numerosas páginas a tal cometido—, deberían pensar que éstos tienen en Joseph Conrad, al que hoy en día nadie discute su talento literario, uno de sus precursores más ilustres.

La adaptación «visual» de Carol Reed & William Archibald

Después de haber filmado El tercer hombre (1949), el título al que se le suele asociar, Sir Carol Reed con el concurso del guionista William Fairchild trató de ajustarse a la esencia del relato del escritor de origen ucraniano pero buscaron acomodarse a un lenguaje fundamentalmente cinematográfico en el que lo visual ganara peso frente a lo meramente narrativo. Es decir, el reto de El desterrado de las islas (1951) consistía en explicar la historia a través de las imágenes sin necesidad de hacer «ostentación» de un lenguaje oral extraído de las páginas del libro de Conrad que hubiera podido «minar» la credibilidad de la propuesta. El paradigma de esta manera de proceder reside en el personaje de la nativa Aissa (Kerima) —objeto de deseo por parte del «desterrado» Peter Willems (Trevor Howard)— que, si bien a través de la lectura de la novela conocemos al detalle cada uno de sus pensamientos, en el film representa una joven muda; su lenguaje corporal y la intensidad de su mirada ofrecen las pautas para que el espectador pueda traducir/interpretar lo que maquina su mente.
Varios fueron los temas que captaron el interés de Reed de la novela de Conrad y que, a la postre, le llevó a embarcarse en un proyecto que le situaba allén de las fronteras de su país de nacimiento. Precisamente, uno de ellos sería el retrato de un individuo desterrado, proscrito, fuera de la «jurisdicción» moral y social de su país de origen, toda una constante en su filmografía que repele cualquier tentativa de alimentar la figura del «héroe» de comportamiento inmaculado. Willems desarrolla, pues, el rol que en los films precedentes de la singladura profesional de Reed habían cumplido los personajes encarnados por James Mason (Larga es la noche), Ralph Richardson (El ídolo caído) u Orson Welles (El tercer hombre). Asimismo, se da pie en la novela de Conrad para que Reed integre a su propio ideario las relaciones paternofiliales sozujgadas por un vínculo no-biológico sino más bien condicionado por los avatares de la vida. Sin embargo, el cineasta británico no acaba por desarrollar a pleno rendimiento el potencial que tenía entre manos en cuanto al «protectorado» que ejerce el capitán Tom Lingard (un desdibujado Ralph Richardson cuya caracterización recuerda al Mister Arkadín encarnado por Orson Welles, el actor inicialmente previsto para dar vida a Willems) sobre su indisciplinado y altanero discípulo. Con la intención de entrar en materia, Carol Reed dejó en el aire las motivaciones del personaje de Lingard, centrándose en radiografiar el mundo «interior» y «exterior» de Willems, asumiendo la función de motor de la acción que conlleva una permanente fragilidad emocional debido a ese sentimiento ambivalente que ocupa y preocupa a aquellos representantes de la raza blanca dispuestos a hacer valer su hegemonía en territorios exóticos susceptibles de colonizar. Merced a ese juego de atracciones-repulsiones avanza el relato que tiene en la familia de Almayer —compuesta por un orondo e inmaduro Elmer (Robert Morley), su esposa (Wendy Hiller) y la hija de ambos, Nina (Annabel Morley)— a la que Conrad dedicó el núcleo de su primera novela —La locura de Almayer— otro de los puntos de anclaje para tomar la temperatura de esa ambigüedad moral que preside el comportamiento de esos extranjeros asentados en un territorio que juzgan como propio debido al origen del cual proceden. Todo ello se puede extraer de las segundas o terceras lecturas que contiene El desterrado de las islas; pero la primera, la que opera en la superficie, nos ofrece un relato de aventuras que bordea la perfección en su plasticidad visual, nada inusual si atendemos a lo excelentemente bien filmadas que están las producciones dirigidas por Carol Reed. Con una batería de técnicos auxiliares a su disposición que luego se erigirían en primeras espadas de la dirección fotográfica —Freddie Francis, Gerry Fisher y Ted Moore— los operadores jefe John Wilcox y Ted Scaife ofrecen un magisterio a la hora de extraer el más máximo del potencial de un escenario único, virginal que crea, a través del blanco y negro, una suerte de espacio irreal, incluso surrealista que resulta extremadamente cercano a la composición visual que uno pueda hacer al tiempo que lee a Conrad. Sin duda, solo por ello merece detenerse en esta poco conocida y arriesgada propuesta fílmica dirigida por un Carol Reed en estado de gracia

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